De bajo carisma, al final su presencia constante y las renuncias a lo personal construyeron el discurso vital como reina: la lealtad a su cargo sumó admiración a pesar de la controversia como monarca de un país moderno.
Cada uno de nosotros tiene con probabilidad una opinión definida sobre la reina Isabel II: sobre su persona, su reinado o sus acciones concretas. Al final, ha sido durante 7 décadas el personaje público número uno de uno de los países más influyentes del globo, Reino Unido.
No hay duda de que lo que entraña su figura, el papel de reina de un autodenominado imperio, está lleno de controversia. Los hay defensores de la monarquía y los que se oponen a ella. Hay quienes aprecian una figura aglutinadora y quienes encuentran que sobra como representante de sus países o territorios. Quienes admiran su profesionalidad y quienes la juzgan sobre todo por la faceta familiar que ha trascendido. Quienes la adoran por su tesón y quienes la detestan porque Inglaterra ha invadido territorios (sin ir más lejos, Gibraltar en España o las Malvinas en Argentina).
De carácter introvertido, con unos intereses reducidos y bajo carisma, esta chica criada entre algodones a la que tocó ser reina entendió enseguida lo que se esperaba de ella y se puso a disposición, lo que implica llevar a cabo una serie de renuncias en el plano personal.
Uno de los elementos que deja claro su renuncia de lo personal en pos de su rol es la gestión de su apariencia. Isabel, de rasgos alejados de los cánones de belleza, no sucumbió a alterar su fisionomía de forma artificial: ni operaciones estéticas ni postizos, más allá de un sutil maquillaje donde lo que más destacaba eran unos labios pintados de un color alegre. Entregó su propia imagen personal a la comunicación que requerían sus circunstancias, la de una jefa de estado pendiente de los asuntos del país y en ningún caso del espejo.
Cultivó (o dejó que le cultivaran) una imagen personal discreta y sobria, sin apenas cambios en décadas, alejada siempre de todas las tendencias. Nunca fue a la moda ni en las prendas de ropa ni en el peinado o complementos. Una imagen que la situaba, como mujer, en un punto intermedio en la dimensión de la feminidad. Porque no es lo mismo la jefa de estado que una reina consorte, en la que el papel es secundario y por lo tanto, puede ser menos neutro. Ese poco carisma en este caso era útil. Felipe, su marido, pudo permitirse sesr todo lo carismático que quiso, sin importar las consecuencias.
Su apariencia era previsible y hasta aburrida en sus últimas décadas: prendas monocolor, tocado a juego, y guantes-bolso-zapatos del mismo color. Perlas de día y un broche en la solapa, y las joyas de la corona en los grandes eventos. Huyendo del glamour y la pompa, en realidad establecía el colmo del glamour. Y es que en esa elegancia serena no cabían errores, ni protocolarios ni de interpretación: la reina siempre iba correcta.
Su comunicación no verbal destacaba asimismo por su baja expresividad emocional, que al igual que su imagen personal estaba al servicio de lo que requería su liderazgo, tal como parece que lo entendía. Esa baja expresividad, fruto tanto de su personalidad baja en neuroticismo como de su educación victoriana, le ha jugado alguna mala pasada en contextos de tragedia, donde lo óptimo hubiera sido mostrarse empática y cercana al dolor del pueblo.
Pero al margen de esas faltas puntuales de humanidad, que en realidad también la hacían humana a ella, lo más característico de su comunicación fue su presencia. Sin grandes ideas propias y con una agenda llena de viajes y actos oficiales, daba prioridad a estar presente. La presencia fue su forma de comunicar lealtad al cargo, como reina de Reino Unido y como jefa de estado de varias naciones.
También, como jefa de la Commonwealth, que agrupa a 56 naciones (y 2.400 millones de personas) que aceptan su liderazgo aunque sea de cartón piedra. La presencia como expresión de su infatigable sentido del deber. Porque, como dijo Victor Hugo, «el deber recuerda a la felicidad de los demás».